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En esta ocasión Luisa y yo respondimos a la llamada del Grupo de Desarrollo Integral del Valle del Ambroz, DIVA, que dentro de las actividades de la 13ª edición del Otoño Mágico en el Valle del Ambroz, proponía hacer una ruta magnífica en el apartado PAISAJE Y PAISANAJE. La ruta se denomina ”A Gargantilla por el Picute” y parte de la localidad de Segura de Toro hasta Gargantilla pasando por los Castaños del Temblar y el Picute. Unos 16 kms de recorrido con contínuas subidas y bajadas que transcurre por bosques densos que en otoño ofrecen una paleta de colores más que mágica, envolvente. Castaños, robledales, brezos, piornos, aulagas…
Llegar a Segura de Toro no es complicado. Lo más sencillo es acceder desde la A-66, pasado Plasencia, a unos 20 kms, hay que dejar la autovía en la salida de Casas del Monte, subir hasta el pueblo, unos 4 kms, y seguir la carretera hasta Segura de Toro, 2 kms más allá. Es una carretera de sierra, sinuosa pero muy bella.
Partimos de la pequeña plaza de Segura de Toro, coronada por un toro de piedra, creo de origen vetón, como este pequeño enclave situado en la ladera de los Montes de Tras la Sierra. En esta ocasión, la organización había preparado autobuses para la vuelta, pues terminaremos en la localidad de Gargantilla, unos kilómetros más allá.
Vicente, sería el guía de la ruta que estuvo ayudado por algunos vecinos de la comarca que aportaron añadidos alternativos que la hicieron todavía mas atractiva. Al comienzo nos quiso explicar algunos detalles del camino y de sus pueblos; al fondo el Valle del Ambroz cuya imagen nos acompañaría durante toda la ruta. Nuestro primer destino: Los Castaños del Temblar, un conjunto de cinco árboles singulares de Extremadura.
Comenzamos el ascenso buscando la ladera de la Sierra por la que discurre el pequeño arroyo del Temblar.
El paisaje comienza a dibujarse, sólo o con la ayuda de la mano del hombre, y pinta rincones de postal.
Otro alto en el camino, explicaciones de todo aquello que nos rodea.
Senderos abiertos por esta ruta que comienza a parecerse a un cuento.
Nos adentramos ya en el lugar más bello de la ruta que alberga un tesoro protegido, un grupo de castaños de más de 700 años. Los Castaños del Temblar.
El bosque se hace más denso, curioso que conserve los bancales de su antiguo uso agrícola, quizá ese es el secreto de esta belleza que impone.
Que embelesa, que sorprende.
Un terreno silencioso que se antoja virgen, olvidado del tiempo. Un escondite para el alma.
Una tierra que ha vuelto al estado puro, que ha vencido al uso.
La senda se estrecha y todos marchamos en silencio, abrumados.
Al llegar a este enclave protegido, guardián de Los Castaños del Temblar, pequeñas vallas de madera nos devuelven a la realidad. Alguien lo vio antes que nosotros. Y decidió venerarlo.
Luisa y Carmela dan fe de su tamaño.
Escoltado por un bosque que lo mantiene escondido de ojos inexpertos y piernas perezosas.
Junto a sus 800 años, la necesaria foto de familia, aún juntos seguimos pareciendo pequeños.
Ascendemos, aún en trance, buscando a sus hermanos.
Así descubrimos ‘El Bronco’, un castaño inteligente que al temer desplomarse por la inclinación del suelo, ha hecho que una de sus fuertes ramas se hundiera en el suelo convirtiéndose en raíz y pilar. La rama parece estar hecha también para que la gente se siente en ella y puedan descansar.
Luisa compartió la belleza de los años y tuvo que rendirse a la fuerza que la rodeaba.
Este es El Menuero y sus ramas nunca han sido cortadas, su salud es muy buena.
Estos son sus compañeros de viaje. Escoltas en silencio que veneran su experiencia.
Este es ‘El Retorcío’, un árbol que a lo largo de los siglos ha ido creciendo en espiral, retorciéndose en una cámara lenta de lustros y décadas para llegar más arriba. Tiene muy buena salud y tampoco el hombre nunca ha cortado sus ramas.
Subiendo unos pasos por el bancal, se encuentra el castaño ‘Del Arroyo’, que moja sus pies en las aguas del Temblar. Es el de más edad y el que está peor de salud. Tiene 800 años y está hueco.
Derrotados por las imágenes que se han pegado, no ya a la retina, si no a la memoria, continuamos por un sendero que nos llevará hasta El Picute, un pequeño cerro que vigila Segura de Toro y que está coronado por una cruz.
Y siempre hay un bosque que nos protege.
Que se impone y nos recuerda que estamos en el Valle del Ambroz y las montañas que lo cobijan, la cola del Sistema Central , con un clima húmedo que hace posible tanta grandeza.
Descendemos hacia el arroyo que llenará en verano la garganta de Segura de Toro y que baja brava por las primeras nieves.
Un pequeño puente nos permite el paso.
Las aguas, frías, rebosan por la ladera para acabar llenado el río Ambroz y la presa de Gabriel y Galán.
Los árboles descienden como la lava, cubriendo la ladera.
Y llegamos al Picute, este cerro coronado por una cruz. Al fondo. Las Hurdes y la Peña de Francia.
Tras un pequeño refrigerio, ascendemos de nuevo. Gargantilla ya nos llama al fondo. Queda un trecho de viaje que hemos decidido ampliar para disfrutar del Valle.
La magia de un bosque encantado mueve nuestras piernas.
Hay razones para perderse y encontrarnos bajo los árboles. La ruta es para la vista, las piernas no duelen.
Al mediodía, una bruma de plomo da por concluida la mañana.
El grupo, fiel a su destino, recorre el valle entre garganta y garganta, contando árboles y recolectando castañas.
Nos queda mucho para alcanzar la cima, pero nos sentimos más cerca viendo el valle tan lejos.
En la frondosidad del bosque somos diminutas figuras que atravesamos su lomo.
Aldeanueva del Camino, reposo del viajero, mientras fue posada de la N-630. Y, en primer término, cerezos en otoño que también abundan en el Valle. Justo detrás de nosotros está el Valle del Jerte.
La nieve de Gredos, Béjar y La Covatilla.
Casi te conviertes en parte del bosque, otro más, o tal vez el mismo que nos sigue de cerca, molesto por el ruido de nuestros pasos.
Los ramales de un Valle que sujete el Jerte, y luego la Vera, Arañuelo, Ibores, Villuercas, en un zig zag sin fin que peina una tierra que muchos ignoran.
Extremadura es seca.
Una ruta hecha de sueños diujados tras esa invitación a disfrutar del paisaje…
Así constantemente, paisaje…
Llegamos a Gargantilla es un final esperado, aunque no deseado.
Entre sus calles el bosque sigue presente, pues todo lo manda.
Vestigios de una vida rural que queremos mantener pero que los años envejecen.
Nosotros, con la mochila llena de melancolía, de olores y sabores, de recuerdos, regresamos a Casas del Monte. A volver a la ciudad por una autovía moderna, rápida, aséptica, absorvente, vallada; a velocidades de vértigo para que el alma no pueda pararse, imposible frenar al progreso.